Deuteronomio

Deuteronomio -así le pusieron sus padres porque nadie más se llamaba así, porque sonaba bonito y porque lo habían oído en la iglesia nueva que acaba de asentarse en el pueblo-, fue un niño como cualquier otro del área rural, es decir, jugaba en el campo cuando podía, más con la imaginación que con otra cosa; trabajaba duramente con su padre y hermanos sembrando maíz y otros granos; comía frijol, tortilla y yerbas; tomaba café y en alguna ocasión se zampó los fonditos de los octavos que se chupaba su papá. No fue a la escuela como muchos. Pero el don de la ferretería donde trabajó después le enseño vagamente a leer y escribir y a sacar las cuentas bien claras.

Con eso y la experiencia que la vida le había dado, Deuteronomio llegó a muchacho, enamoradizo como el solo y en una de tantas embarazó a Catalina y se fueron a vivir juntos. Sí, pero no revueltos. El no quería llevarla a su casa y que sus hermanos vieran lo que hacían por las noches como solía mirar el a sus papás.

Así que con la ayuda de su patrón, el mismo que lo enseñó a leer y escribir, se consiguió un lugar para vivir con su mujer y tener a su hijo. Decidió también que su retoñó a quien llamó por supuesto Deuteronomio también debía de ir a la escuela y aprender todo eso que el oía en la radio que existía.

Mientras Deuteronomio hijo dormía al lado de su madre, Deuteronomio padre pensaba, soñaba más bien, que tal vez el patojo llegaría a ser alcalde. No mejor no, esos son bien mafiosos. Pero tal vez sí maestro en la escuela o de los que curan, esos con batas bien blancas. Las ideas lo desvelaban.

Una de tantas noches, ya pestañando, ya emitiendo ronquidos, los retumbos lo despertaron. Catalina brincó en el catre y Deuteronomio hijo empezó a llorar.

La puerta del cuarto se abrió de sopetón y unos soldados empuñando rifles les dijeron que salieran. Afuera estaba oscuro. A las mujeres las pusieron aparte.

Una ráfaga de balazos se perdió entre gritos y la negrura de la noche. Cuando el sol empezaba a asomarse, Deuteronomio gimió. A rastras miró alrededor: puros muertos…

A Catalina y su hijo no volvió a verlos nunca.

La Hora, 18 de agosto de 2011.

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