Cuando un amigo se va....
Y no ha sido solo uno. Y es que quizá no se piensa cuando se tiene la certeza de que un día de estos nos veremos, nos daremos un abrazo, nos pondremos al día, reiremos recordando aquellos días felices, sí, como la serie, en los que fleco esprayado, repasos, apacibles tardes sabatinas, o una fogata, daban sentido a la existencia.
Pero cuando de pronto nos enfrentamos a la ausencia definitiva, cuando sabemos que no leerá más esos correos grupales en dónde nos preguntamos quién era Vinicio, o en los que proponemos reuniones que casi nunca realizamos, es cuando nos damos cuenta de como hemos dejado pasar el tiempo, como hemos callado el cariño, y como nos vamos quedando solos.
Digo amigo, y hacía mucho, muchísimo que no lo veía, que no sabía de él, digo amigo y no me tomé la molestia de buscarlo sin motivo ni razón, digo amigo ahora que escribo sobre Daniel, como le digo amigo a Luisda, a Federico, a Pily, a Byron o a Lito, a Percy, a Favio, a los que casi nunca llamo, a los que casi nunca miro, a los que recuerdo mucho, pero nunca se los digo.
Digo un amigo se va, y ya los dedos de una mano no me alcanzan cuando recuerdo a Sucely, a David, a Ricardo, a Francisco, a Calaca y ahora a él.
La vida se ha ido rápido y aquellos patojos de secundaria nos perdimos en la universidad, el trabajo y la “adultez”, aunque yo nunca llegué a ella. Nos separamos, nos responsabilizamos con el anhelo de ser, y nos olvidamos, o no, más bien, dejamos a un lado el complemento del cariño que dan esas personas que nos ayudan a encontrar ese mismo camino que luego nos distancia.
De qué sirven las palabras, cuando ya no pueden escucharse, de qué sirve mi llanto cuando no hay semillas que regar y la tierra no ha sido abonada, de qué sirve que piense a mis amigos, cuando no hago nada por buscarlos, de qué me sirve dormir, cuando las pesadillas han invadido la noche. Cuando un amigo se va, me doy cuenta de cuánto lo extraño.
Pero cuando de pronto nos enfrentamos a la ausencia definitiva, cuando sabemos que no leerá más esos correos grupales en dónde nos preguntamos quién era Vinicio, o en los que proponemos reuniones que casi nunca realizamos, es cuando nos damos cuenta de como hemos dejado pasar el tiempo, como hemos callado el cariño, y como nos vamos quedando solos.
Digo amigo, y hacía mucho, muchísimo que no lo veía, que no sabía de él, digo amigo y no me tomé la molestia de buscarlo sin motivo ni razón, digo amigo ahora que escribo sobre Daniel, como le digo amigo a Luisda, a Federico, a Pily, a Byron o a Lito, a Percy, a Favio, a los que casi nunca llamo, a los que casi nunca miro, a los que recuerdo mucho, pero nunca se los digo.
Digo un amigo se va, y ya los dedos de una mano no me alcanzan cuando recuerdo a Sucely, a David, a Ricardo, a Francisco, a Calaca y ahora a él.
La vida se ha ido rápido y aquellos patojos de secundaria nos perdimos en la universidad, el trabajo y la “adultez”, aunque yo nunca llegué a ella. Nos separamos, nos responsabilizamos con el anhelo de ser, y nos olvidamos, o no, más bien, dejamos a un lado el complemento del cariño que dan esas personas que nos ayudan a encontrar ese mismo camino que luego nos distancia.
De qué sirven las palabras, cuando ya no pueden escucharse, de qué sirve mi llanto cuando no hay semillas que regar y la tierra no ha sido abonada, de qué sirve que piense a mis amigos, cuando no hago nada por buscarlos, de qué me sirve dormir, cuando las pesadillas han invadido la noche. Cuando un amigo se va, me doy cuenta de cuánto lo extraño.
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