(3 horas y 7 minutos con Ernesto Sábato)
La noche se había tendido ya sobre la ciudad de Buenos Aires, algunas calles evidenciaban los recuerdos de las torrenciales lluvias de días atrás, y la luz del alumbrado público parecía desvanecerse a medida que avanzaban las horas.
En el número 3135 de la calle de Los Santos Lugares me encontré con una reja altísima casi invisible por la cantidad de plantas que se desprendían de los muros. Bastó con que mi dedo presionara el timbre para que Roque saliera inmediatamente a recibirme. Poco después el rostro de Gladis se asomó por la puerta invitándome a pasar y sentarme en una pequeña sala iluminada por el leve calor que irradiaba la chimenea.
Mientras aguardaba, era inevitable el tratar de no mirar todos esos objetos antiguos que le daban a aquel espacio una sensación de paz. Las viejas fotografías delataban momentos irrepetibles en la vida de ese sueño, mientras la regordeta de la Chata se acomodaba junto a mí. No pasó mucho tiempo para que él apareciera, el eco de sus pasos fue como una premonición de una voz cálida y justa que encajaba perfectamente con todas las cuestionantes que en ese momento me acosaban.
Su suave saludo y el gesto de su mano invitándome a avanzar por una pequeña escalera, marcó la pauta de lo que serían las tres horas mejor aprovechadas en mi vaga existencia.
Después de recorrer el comedor y luego conducirme por una cocina iluminada por el peltre blanco de su mobiliario, me sorprendí en un recinto, ni pequeño, ni amplio que proyectaba mejor que nada la personalidad de ese ser tan anhelado por mí.
Tomó su lugar, el mismo de todos los días, y su mano, como siempre, apretó el pincel pequeño mojado en amarillo. Sus preguntas fueron escuetas, ¿a qué te dedicás?, ¿por cuánto tiempo estás acá?, ¿de dónde sos?, respondí a todas ellas mecánicamente esperando el momento justo para intercambiar papeles y ser yo la que preguntara, yo la que vaciara ese tumulto de dudas acumuladas por años. Quería saber de aquella ventanita señalada en El Túnel, que marcó mi existencia en mis años de colegio.
-¿Qué pinta?, -le interrogué, sin medir la calidad de la pregunta y olvidándome de la promesa de no cuestionar.
-Y bueno, lo que salga –dijo- voy dando trazos con el pincel y justamente no sé lo que hago, hasta que está terminado.
Sonrió, y luego exclamó con una profunda alegría: me gusta el color amarillo, sabés, y el lila también, me gustan los colores vivos. Porque, mientras uno pinta, la paz llega hacia el ser y los años se alargan y la vida se amplía.
Me explicó sobre la nobleza de los animales, los que nunca traicionan, ni abandonan, ni hacen daño, a diferencia de los hombres. Y es que los hombres se empeñan en destruir, me dijo. Luego empezó a recordar su labor en los derechos humanos y su semblante cambió; seguramente su mente se inundó de recuerdos dolorosos. La angustia de años atrás se manifestó en la presión de su mano en ese pequeño cartón bañado en amarillo, y proyectó su tristeza tan solo con su mirada.
La tenue luz diluía nuestros rostros, y quizá por ello, de una manera repentina, el tema de conversación dio un giro total y se centró en recuerdos de su infancia, de su familia, su queridísima madre.
De once hijos, Ernesto resultó ser el décimo, pues sus padres anhelaban una mujer en la familia, -gracias a Dios que no salí maricón- dice- si no, estaría hablando así –continúa con un tono de voz muy agudo, como emulando el tono de voz femenino. Luego vuelve a su madre, a sus momentos, a esa vieja máquina de coser que guarda en un rincón de su estudio, a la antigua pistola de su padre escondida en un cajón al lado de la mesa de pintura. Cómo cambia su rostro, cómo se extravía su mirada, y ahora su mano parece más débil, más sutil y tan añorante.
Con los recuerdos de familia empezó a hablar de sus hijos, de su querido hijo que se llevó la mitad de su vida en aquel accidente, -cuando él se fue, me sentí morir también-. Después de exclamar esto hace una pausa, como para tragarse un lamento profundo. Luego agrega: ahora prefiero pintar con acrílicos, es una cosa tan distinta al óleo, y me gusta tanto el color amarillo.
Siguió platicando acerca del acrílico y los colores y luego, poco a poco, menciono sus recientes exposiciones en París y Londres. Los cuadros, ahora apiñados en la pared del oscuro recinto, reflejan siempre un rostro angustiado, preocupado, temeroso. La razón, no la explica. Sábato reitera que él sólo pinta y luego aparecen cosas en el lienzo así nomás. En un pequeño cuadro, la imagen de Vincent Van Gogh pintada por Ernesto manifiesta la profunda admiración por este artista. Siempre ha sido mi predilecto, asegura, y luego empieza a girar por todo el espacio en busca de algo que pretende mostrar.
Mientras revuelve gavetas, y revisa en estanterías, la consternación toma su rostro y entonces me doy cuenta de que Sábato es un tipo multifacético y, por supuesto, temperamental, como argentino que es.
Por fin encuentra al otro extremo del salón un libro que habla sobre su pintura, y donde anécdotas de su vida aparecen retratadas a través de comentarios de amigos, de artistas y de críticos.
No pasa mucho tiempo sin que de nuevo su rostro se nuble, cuando su garganta explica la muerte de Salvador Domínguez, ese amigo tan querido. Los momentos juntos en París, esa vida bohemia, esa complicidad entre ambos que pretendía llevárselos juntos, -él planeó todo, quería que nos suicidáramos el mismo día y yo le dije que no; cuando me enteré que lo había hecho, sentí un dolor grande, fue un golpe muy duro.
La plática prosiguió casi en la misma tonalidad, amarilla, y con recuerdos de su casa, los ideales y Salvador Domínguez. Pese a que intenté en repetidas ocasiones girar la conversación hacia sus libros, poco o nada dijo al respecto. –Se sufre mucho cuando se escribe –dijo-, y esta nueva expresión en su rostro, realmente preocupaba.
Las horas habían pasado y ya el olor de la comida en la cocina podía sentirse, como también ese dejo de melancolía en su mirada cuando recordó a Matilde, su amadísima esposa; su mano ya alejada del pincel trazó unas letras para mi persona y, mientras lo hacía, la nostalgia se posesionó de mí. Nunca creí, jamás imaginé tener la dicha de tenerlo a mi lado, y ahora que me despedía sentía un desgarramiento extraño en algún lugar de mi cuerpo. Me acompañó a la reja, y junto con Roque su perro y la Chata la gatita, dijeron adiós, mientras mi rostro dibujó una lágrima.
Comentarios
Lindo texto por cierto.
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