El diario de una maestra rural

Son las cuatro de la mañana, Carmen debe levantarse a esta hora, y prenderle fuego a la leña en la que calentará el agua para el café.

Tras ordenar algunas de las cosas que quedaron regadas del día anterior, Carmen se recoge el pelo y pone la mesa para que Alfonso y Margarita encuentren el desayuno listo al despertarse.

Desayuno. Para hoy, sobre la mesa de Carmen, sólo hay un poco de fríjol y unas cuantas tortillas. Ellos lo entenderán, eso piensa ella. Ojalá que este día les den algo de comer en la escuela.

Ha pasado ya media hora, Carmen se acerca a sus hijos para despertarlos, Alfonso se tapa de nuevo la cara con los colchas y Margarita se despereza lentamente, Carmen les recuerda que apaguen el fuego antes de irse y que dejen bien cerrada la puerta.

Aún a oscuras, Carmen sale de la casa y empieza a caminar, en su trayecto encuentra a un perro que ha visto ya en algunas ocasiones. Antes de llegar a la parada escucha el canto de un gallo, ya han transcurrido más de 20 minutos, la camioneta no debe tardar en llegar.

Ella junto a otras personas espera calladamente, mientras el frío le acaricia el rostro, más bien le golpea. En el altiplano, los amaneceres son a veces crueles, la luz del día se pinta desteñida, el viento sopla con rudeza y la soledad de las calles empolvadas aterra.

Al menos eso me pareció a mí, pero Carmen dice que ya está acostumbrada. Cuando la camioneta llega, todos arremeten contra la estrecha puerta, adentro ya no hay asientos vacíos, el breve pasillo aprisiona las piernas de los pasajeros que van parados, pero eso ya es tener suerte, hay otros que llevan la mitad del cuerpo de fuera, exponiéndose a caer en la próxima curva.

Cuando se vislumbra la garita, el ayudante del bus grita que se agachen, esto es para evitar las multas dice Carmen, aunque eso no es cierto, siempre un billetito de Q20 resuelve el problema con los policías.

Por fin la claridad del día, el ruido de las camionetas, el murmurar de la gente, los gritos de los vendedores, Carmen desciende del bus y empieza de nuevo a caminar, debe andar mucho, los niños se unen a ella en el camino, ¡adiós seño!, ¡buenos días maestra!

Antes de entrar a su clase, ya cerca de las siete, Carmen platica con otras maestras, las pelotas rebotan en el patio y los niños corren gritando.

El salón de Carmen es pequeño, las paredes son de block, y en una de ellas se encuentran pegados unos carteles sobre el cuerpo humano. Los niños y niñas son muchos, y además son afortunados, eso dicen Carmen. “Mire, todos tienen escritorio, en otros lados no es así”.

Sin embargo, estos niños y niñas, como tantos otros que asisten a escuelas públicas dejan de recibir muchas veces la refacción escolar que, quizá, es el único alimento que toman en buena parte de día.

“Yo sé que son inteligentes” dice Carmen, pero el hambre y las penas que tienen hacen que no pongan atención. “Yo he visto muchos niños que no terminan ni el año porque tienen que ayudar en sus casas”, afirma.

Esto para ella es normal, siendo la quinta de ocho hermanos, y la primera que pudo terminar una carrera. “Mi hermana trabajaba como muchacha en la capital y ayudaba a mis papás con la compra de la semilla y fertilizante, mis dos hermanos mayores se fueron con la guerrilla y mi otra hermana tenía muchos hijos por quienes ver”.

“Gracias a mi hermana estudié yo, aunque también trabajaba, cuidaba a mis otros hermanos, hacía tortillas y a veces ayudaba a mi mamá a hacer tamales para vender los domingos”. Mis hermanos mayores no pudieron estudiar, además eran tiempos fregados”, recuerda.

Aunque ahora ese clima de violencia que la guerra provocaba ha desaparecido, la pobreza impide en muchas ocasiones que los niños y niñas asistan a la escuela, y otros van sólo para aprender a escribir y a sumar y restar; ya con eso y con lo que saben del campo pueden defenderse en la vida, eso dice Carmen, pero también agrega, “lo triste es que así no se puede hacer mucho y la pobreza es la misma”.

Así, entre recuerdos y reflexiones la vida continúa y Carmen, con dedicación y esmero, trata de transmitir a sus alumnos lo que sabe y de aconsejarles siempre que no dejen de estudiar. La mañana se va como el polvillo de la tiza del pizarrón cuando se borra, la campana suena, los niños salen corriendo eufóricos al recreo y Carmen se queda con la mesa llena de cuadernos de cuadrícula abiertos, para calificar las operaciones matemáticas.

Minutos después, cuando de nuevo suena la campana, los niños se forman en el patio y regresan a las clases sudados, sonrientes, cholcos.

Toca el turno a la clase de sociales, “aunque no conozco mucho de mi país, sé que es bonito y eso les digo cuando vemos los municipios, los ríos”, dice Carmen. Una inmensa seguridad la posee mientras explica que Guatemala es un país precioso, que la naturaleza, la Madre Naturaleza ha sido buena y lo ha hecho bello, aunque la historia… la historia cuenta cosas tristes, como la conquista, el desprecio, el miedo, la opresión, la muerte. “Tengo que hablarles de eso, contarles las cosas tal y como sucedieron para que entiendan que sólo si aprenden pueden defender sus derechos”, dice Carmen y yo estoy completamente de acuerdo con ella.

Los niños escuchan callados, algunos abren más los ojos cuando Carmen hace énfasis en algunos momentos históricos. Al fondo un niño de mejillas rosadas y cabello alborotado engulle el lápiz como si fuera un dulce y al otro lado un par de niñas se ríen mientras se muestran algo que no alcanzo a ver.

La hora de salida ha llegado, Carmen les recuerda el deber para el día siguiente y también les dice que se vayan con cuidado. Los niños se despiden de la maestra, que se queda sentada en la clase terminando de calificar los cuadernos. Casi una hora después guarda entre una bolsa los trabajos que los niños llevaron en hojas tamaño oficio, cierra las ventanas de la clase y recoge unos papeles que quedaron tirados en el piso, “no hay quien limpie”, dice, “por eso nosotros dejamos limpias las clases siempre”.

Toma sus cosas, se despide de otras maestras que aún se encuentran en la escuela y empieza a caminar rumbo a la parada. En el camino hay una señora con pacayas envueltas en huevo, le compra unas y luego compra unas tortillas, al subir al bus que ahora lleva espacios vacíos, se sienta y se come un par de las tortillas con pacaya.

Cabecea durante el resto del recorrido, más adelante platica con la señora de al lado quien va diciendo que este año hay que organizarse bien para lo de las procesiones. Carmen asiente con la cabeza y le sonríe, con todo lo que tiene que hacer no puede estar pensando en eso, ni organizarse, ni siquiera participar, como todos los años será otra vez solamente una observadora.

Por fin la camioneta llega hasta el lugar donde debe bajar, empieza de nuevo a caminar por el camino empolvado, mejor así que invierno dice, “porque uno se enloda todo”.

Carmen se desvía antes de llegar a su casa, va a la casa de su mamá a verla y a traer a sus hijos que cuando salen de la escuela se van donde la abuela para no estar solitos. “Me da miedo que les pase algo”, dice Carmen, “además, así están con sus tíos y su familia”. En el tiempo que pasa en la casa, aprovecha para zurcir unos calcetines de su papá, su mamá ya no mira bien y no puede dedicarse a estas tareas. Platican un rato y luego le deja a su mamá dinero para el gasto.

Después de un rato, Carmen y los niños se van a su casa, ahí hay muchas cosas por hacer, mientras Carmen prende el fuego y limpia la casa, los niños se sientan a la mesa a terminar sus deberes, ella aprovecha luego para revisar las tareas de sus alumnos y de paso recordarle a Margarita que apoye bien el brazo mientras escribe.

Más tarde, calienta las pacayas, frijoles, tortillas y pone sobre la mesa un cuarterón de queso fresco que le dio su mamá.

Los niños guardan los cuadernos y luego cenan juntos los tres, por las rendijas de la ventana y la puerta se cuelan aún hilos de luz, “siempre cenamos temprano”, dice Carmen.

Más tarde, se quedan platicando mientras acomodan las colchas y Carmen guarda en un canasto la ropa que debe lavar al día siguiente. La noche ha caído, afuera de la casa de el cielo luce estrellado, uno de los postes de luz tiene un foco titilante, aunque está descompuesto; se me antoja pensar que coquetea con una luciérnaga.

Carmen no puede dormir, piensa en todo lo que tiene pendiente por hacer y pagar: la renta, las medicinas de su papá, un par de zapatos nuevos para Alfonso, lo del gasto, en fin…

Mañana, antes de que el sol se prenda, Carmen irá de nuevo en camino rumbo a la escuela, al regresar debe lavar la ropa y ver si su hermano Julio le compone el techo, llevar a Margarita a su clase de catequesis y más tarde asistir a las clases de alfabetización que, junto con otros vecinos, realizan en la casa parroquial para que adultos como ella, que no tuvieron oportunidad de estudiar aprendan a leer y a escribir.

El sábado, como todos los fines de semana, junto con sus hermanas irán al mercado, regresará a su casa y preparará un buen caldo, por la tarde revisará los deberes de sus alumnos, planchará la ropa y se sentará frente a la puerta de su casa para ver la luna, esa misma luna que miró muchas veces junto al padre de sus hijos, que quién sabe dónde esté y si aún los recuerde.

Carmen, es una maestra rural, una mujer guatemalteca, una indígena, una persona con deseos de supera

Comentarios

Entradas populares