Una triste despedida

La época lluviosa es contagiosa, mis ojos buscan pretextos para nublarse, pringar, desparramarse, pero a veces las excusas no son necesarias, basta con salir a la calle, pasar frente a un banco y ver esas colas inmensas de viejecitos, perdón si no soy políticamente correcta al expresarme, de personas cansadas, enfermas, sostenidas muchas veces por un bastón, por una muleta, por un nieto.

No necesito buscarme problemas, mirar fotos de años atrás, ni alquilar una película, con sólo ver las noticias y contemplar esas imágenes, como la de la ancianita llevada en brazos a cobrar un cheque de Q40, qué no es nada, que no alcanza para nada hoy en día y que, sin embargo, para ella quizá representan su sustento de días, sus medicinas.

Cómo no conmoverse con esto, cómo no sentir ganas de llorar de tristeza, de rabia, de vergüenza, de impotencia, ¿por qué en Guatemala la gente tiene que sufrir tanto?, porque no terminan de aprobar una ley que aunque poco, algo puede hacer por esas personas olvidadas por la vida, por los hijos, por el Gobierno, por Dios.

¿Por qué no existen más asilos y lugares apropiados en donde se les pueda atender?, ¿por qué no les mandan a sus casas el dinero de la jubilación y les evitan tanta molestia?

Es terrible ver a esas personas mayores intentando una huelga de hambre para que aprueben la ley, verlos trabajando con 80 años encima o pidiendo dinero en las calles, y es lamentable ver como nuestros políticos se lavan las manos ante tanto problema social que nos afecta o cómo se aprovechan de éstas situaciones para ganar simpatizantes y hacer campaña política. No es nada personal, pero creo que el diputado Baldizón debería hacerse menos publicidad y tomarse menos fotos abrazando ancianos y podría empezar con donar el dinero de los anuncios a algún lugar de asistencia.

Es imperdonable que personas que quizá pasaron toda su vida rompiéndose el alma para ganar un sueldo, alimentar una familia y construir un país hoy estén en el olvido, y es que ni siquiera quienes tienen la oportunidad de ir a un asilo pueden estar tranquilos, ya que también ahí hay amenazas de desalojo, como en Cabecitas de Algodón, en La Antigua, y es también deprimente ir a otros asilos, en donde se olvidan de darles un trato humano a estos hombres y mujeres, y el abandono es tal que las moscas se paran en sus rostros llenos de caminos.

Es terrible estar conciente de todo esto, ver y oír como algo cotidiano y común lo que viven estas personas, me aterra pensar en mí mañana, cuando el sol se esté ocultando y tal vez tenga que hacer una cola, una larga fila en busca de un cheque o me encuentre sentada en una banca de hierro, en una casa de asistencia, tratando de hilar mis recuerdos.

La Hora, 8 de junio de 2006.

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