Pan pa mi matate, tortillas no
Quien lo diría, yo, más chapina que el Pepían, frijolera, fiel a la Gallo, al caldo de frutas, asidua clienta de doña Mela, amante de la música de marimba, admiradora de Rodríguez Macal, de Cardoza y el Bolo Flores, pero según un cobanero, incapaz de comer tortillas.
Todo comenzó la mañana del sábado pasado en Cobán, el friíto de la noche anterior, el cansancio que el camino y el chance me habían provocado y el antojo que las tierras altas de las Verapaces me ocasionan en cada tiempo de comida, me hicieron pedir un desayuno típico con tortillas calientes, esperanzada en que fueran ahí torteadas y llegaran a mí recién salidas del comal.
Luego de esperar durante más de 20 minutos y beberme dos tazas de café bien cargado, el plato humeante apareció frente a mis ojos: los frijolitos brillaban, los plátanos cocidos emanaban un aroma exquisito, la crema fresca y el queso adornaban el plato, todo hacía que mis papilas gustativas empezaran a aguarse.
Pero ¡oh sorpresa!, al destapar la canasta que el mesero había dejado a mi lado, me encontré con un pedazo de pan.
Desconcertada llamé al señor que me había atendido para requerirle las tortillas que el menú me ofrecía, a lo cual me dijo que el desayuno era con pan. Insistente como soy y segura de tener la razón le dije que no, que el menú decía que la comida venía acompañada de tortillas y así empezamos una discusión que sólo nos llevó a una respuesta absurda, de su parte, descalificadora y además discriminatoria: usted no come tortilla me dijo, y se dio la vuelta.
Medio estupefacta, molesta y hambrienta me voltee y le dije ¿y usted cómo sabe? ¿Por qué dice que no como tortilla? Me miró de pies a cabeza, fijó su mirada en las pecas de mi rostro y en mi cabello teñido y me dijo ¡porque no!, con sumo desprecio.
A todo esto las miradas de algunas personas cercanas se había posado sobre nosotros, esperando sin duda gritos y no se qué más.
Pues sí como, le contesté, a lo que él, ya molesto, respondió: ustedes comen pan y se volteó de nuevo con toda la intención de retirarse.
Pero quiero tortillas le dije de nuevo, dio un pujido o un quejido y dijo, no hay, junto con un portazo de por medio.
Me quedé anonadada y callada, algo extraño, no supe qué decir, quise pensar que en verdad no había y me comí mi pan, ya con desgano y un tanto confundida.
Ya a punto de irme, vi pasar de nuevo al mesero, altivo, despectivo, con una canasta con tortillas calientes, y ya sea por pena de armar un escándalo o porque de pronto me di cuenta de que estaba viviendo una situación que quizá él enfrenta a diario por ser indígena, me quedé callada, frustrada y hasta arrepentida por esos desprecios que a diario cometemos, muchas veces con intención, otras sin darnos cuenta.
Cómo el color de la piel o del pelo, cómo el acento de una región o de otra, aunque sea del mismo país, o la ropa, marcan las diferencias, crean abismos y nos dejan con hambre. Pan pa mi matate porque tortillas NO.
La Hora, 1 de Junio de 2006.
Todo comenzó la mañana del sábado pasado en Cobán, el friíto de la noche anterior, el cansancio que el camino y el chance me habían provocado y el antojo que las tierras altas de las Verapaces me ocasionan en cada tiempo de comida, me hicieron pedir un desayuno típico con tortillas calientes, esperanzada en que fueran ahí torteadas y llegaran a mí recién salidas del comal.
Luego de esperar durante más de 20 minutos y beberme dos tazas de café bien cargado, el plato humeante apareció frente a mis ojos: los frijolitos brillaban, los plátanos cocidos emanaban un aroma exquisito, la crema fresca y el queso adornaban el plato, todo hacía que mis papilas gustativas empezaran a aguarse.
Pero ¡oh sorpresa!, al destapar la canasta que el mesero había dejado a mi lado, me encontré con un pedazo de pan.
Desconcertada llamé al señor que me había atendido para requerirle las tortillas que el menú me ofrecía, a lo cual me dijo que el desayuno era con pan. Insistente como soy y segura de tener la razón le dije que no, que el menú decía que la comida venía acompañada de tortillas y así empezamos una discusión que sólo nos llevó a una respuesta absurda, de su parte, descalificadora y además discriminatoria: usted no come tortilla me dijo, y se dio la vuelta.
Medio estupefacta, molesta y hambrienta me voltee y le dije ¿y usted cómo sabe? ¿Por qué dice que no como tortilla? Me miró de pies a cabeza, fijó su mirada en las pecas de mi rostro y en mi cabello teñido y me dijo ¡porque no!, con sumo desprecio.
A todo esto las miradas de algunas personas cercanas se había posado sobre nosotros, esperando sin duda gritos y no se qué más.
Pues sí como, le contesté, a lo que él, ya molesto, respondió: ustedes comen pan y se volteó de nuevo con toda la intención de retirarse.
Pero quiero tortillas le dije de nuevo, dio un pujido o un quejido y dijo, no hay, junto con un portazo de por medio.
Me quedé anonadada y callada, algo extraño, no supe qué decir, quise pensar que en verdad no había y me comí mi pan, ya con desgano y un tanto confundida.
Ya a punto de irme, vi pasar de nuevo al mesero, altivo, despectivo, con una canasta con tortillas calientes, y ya sea por pena de armar un escándalo o porque de pronto me di cuenta de que estaba viviendo una situación que quizá él enfrenta a diario por ser indígena, me quedé callada, frustrada y hasta arrepentida por esos desprecios que a diario cometemos, muchas veces con intención, otras sin darnos cuenta.
Cómo el color de la piel o del pelo, cómo el acento de una región o de otra, aunque sea del mismo país, o la ropa, marcan las diferencias, crean abismos y nos dejan con hambre. Pan pa mi matate porque tortillas NO.
La Hora, 1 de Junio de 2006.
Comentarios
Ante su interesante historia de discriminación a la inversa creo que la moraleja es:
No hay nada peor que un burgues que quiera pasarla por pobre.