Y... (De mis insectos son ángeles)


Trastumbando en el recorrido a casa, dejaba escapar por su boca cataratas de agua alcoholizada combinada con vestigios de bocas baratas de cantina.

Así, sosteniéndose de paredes, portones, vehículos y de la mano oculta en su inconsciente de un amigo imaginario, Arturo apretó la manecilla de la puerta y se abalanzó sobre la alfombra de “bienevenido”.

Casi a rastras alcanzó el gabinete de la cocina y abrió el grifo del lavatrastos, depositó ahí el resultado de los jugos gástricos y baño sus cabellos hasta saciarlos. Después, lentamente, avanzó hasta la recamara lanzándose ferozmente sobre la cama. Ya acomodado apagó sus ojos mientras un remolino le llevaba de arriba abajo y le hacía sentir que se expandía y luego se disminuía. Así, transcurrió el tiempo, horas y horas que trataban de tragarse el dolor del cuerpo, del alma.

La luz se colaba entre las rendijas de la ventana, el ruido de la sirenas invadía el ambiente, sollozos se escurrían entre lágrimas y maldiciones.

Por fin, luego de varias bofetadas reaccionó, abrió los ojos y empezó a vislumbrar avioncitos en la tela de las cortinas, un muñeco de peluche sostenía su cabeza, a su lado un cuerpo pequeño estaba cubierto totalmente por una sábana blanca.

Muchos años han pasado y aún no puede comprender como su endémico cuerpo pudo acabar con la vida de un pequeño. Mientras continua cavilando, los atardeceres se tiñen de ocre tras el paredón del centro preventivo.

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