La Zaparrastrosa (de Puntos Suspensivos)

Cuenta los pasos, dos, tres, cinco, nueve, cien, la luz se enciende y el rojo ilumina ese aparato que cuelga de un cable sobre la avenida. Naranjas en mano se detiene en el centro y empieza a lanzarlas hacia arriba, unas regresan a sus pequeñas extremidades superiores, otras caen y se pierden entre las llantas de los carros que como toros esperan embestir el espacio tapizado de cemento en cuanto la luz se torne verde.

Cada barajan que cae ocasiona un movimiento en sus pupilas. No muy lejos de ahí, justo donde el león de los seguros se impone en el arriate, hay que la observa con desaprobación.

Unos segundos antes de que el semáforo indique a los pilotos de los autos que avancen, esa pequeña formación de carne y hueso –más lo segundo que lo primero- con el pelo parado y pegajoso y la cara embadurnada en pintura rojo, marca Darosa, corre hacia las ventanillas de los autos con la mano extendida.

Algunas se abren, otras e cierra; en algunas se observa un movimiento de cabeza de izquierda a derecha, en otras ni siquiera eso, la boca gesticula un NO con similares movimientos horizontales. Una o dos fueron las que, a riesgo de ser linchadas por los bocinazos de los carros que querían avanzar con el cambio de luz, buscaban en algún lugar una moneda.

Por fin arrancan, dejando esa pequeña mano extendida esperando a que de nuevo la luz del semáforo se ruborice y así iniciar otra vez su improvisado acto circense: unas veces las naranjas, otras veces unas piruetas, casi piruetas, otras veces, quizá más adelante, escupidas de fuego, pero eso sólo cuando la noche apremie.

Cada naranja cuesta un quetzal –al menos eso le cuesta a ella- y no tiene un quetzal, ni siquiera quince centavos. Lo recaudado en la tarde es para la dueña de esa mirada, esos ojos empotrados en un cuerpo obeso que se despliega al pie del león e la aseguradora en el arriate de en medio.

Hay que descontar también lo del crayón de labios rojo coral, con tiquete de la Despensa Familiar color amarillo por Q 4.75.

Y ya cuando sus pies parecen no contar sus pasos –tres, ocho, dieciséis, noventa y cuatro-, la tomarán por un pedazo de tela del desgastado vestido, la subirán en una camioneta y luego se perderá entre los callejones oscuros de algún lugar de la zona 5. Se postrará en el petate color Café Incasa, diluido en un litro de agua, y cerrará sus ojos, tratando de soñar con que el león, ese de la aseguradora, del arriate de en medio, de la Avenida Reforma, a donde se sienta siempre su madre, vuela, y se despertará por ratos porque los ojos, los de ella, la que observa, la miran fijamente, mientras caen las naranjas entre las ruedas de los autos que como toros esperan embestir el espacio…

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