Virgen de Pueblo

Justo cuando el sol me daba la espalda una vez más, vi a Raúl, manguera en mano, pararse sobre la banqueta, el agua irrumpía con fuerza el empedrado y yo pensaba en hacer bish. Sus tías se agruparon en el balcón aún con migas de champurrada en los bigotes y Roberto, Robertito, sacó un par de costales a la puerta, repletos de aserrín aún no teñido.

El olor a corozo era espantoso, tenía días de tener enrojecido el cuerpo gracias a esa ornamental pacaya gigante, así que decidí dejar de mirar tras la cortina el ritual de Raúl y Roberto, regando, cuadrando las manos y rascándose la cabeza, como cada año, siempre lo mismo.

Luego de untarme el cuerpo con Caladryl y de tomarme un poco de rosa de jamaica que sobró del almuerzo, me perdí en Velo de Novia en el canal de Telenovelas, viendo al guapo ciclista alborotando a todas, con esas licras pegadas, pedaleando, sudoroso…

El sueño me succionó y las imágenes del hombre en bicicleta, musculoso, febril, empezaron a confundirse con recuerdos aún en blanco y negro de Raúl con casco de cucurucho y un turno pegado al pecho, ese pecho que imaginé de almohadón en algún pasaje de mi existencia…

El aserrín caía como gotas de sangre del pedal de la bicicleta, y el atleta de licras azules y playera roja, con rostro a un solo tono de Raúl, iba perdiendo el grosor de sus tobillos, de sus camotes, de sus glúteos, cada pedalazo era como un suspiro de vida perdido y un chorrito de aserrín delirante que lo sorbía.

Mis ojos miraban perplejos esta acción, diluida un poco por el incienso incesante acompañado de tamborazos y rezos, Raúl se perdía, se acababa en la peregrinación de San Francisco hacia al parque, rodeado de penitentes, cucuruchos sombríos de rostros incandescentes que rumoraban y sonreían.

Yo le seguía abatida sobre una mesa de 3 x 8, tapizada de arroz y jacarandas marchitas, mi vestido blanco ondeaba con el viento un tul razgado, transparente y sucio.

Raúl se desinflaba. Su rostro envejecía y sus tías en el balcón cuchicheaban, mientras la miel de los jocotes se escurría entre las comisuras de sus labios casi yertos como ellas, enflaquecidas, oscuras, luctuosas.

El Ave María sonaba a lo lejos, y mi vestido blanco empezaba a estamparse de palomillas con centros calávericos, delirantes, llorosos. Yo lloraba…. como la Magdalena, como ese día, como en cada sueño.

Los rastros de Raúl marcaban el camino y dibujaban la alfombra que precedía mi paso, un rostro aparecía plasmado en aserrín, el mismo que el perdía a cada pedalazo, era el de Roberto, de Robertito, sonriente, triunfador, fatuo….

Las campanas retumbaban a lo lejos, la pantalla de la televisión anunciaba una blusa, faja, calzón reductor.

Tras la cortina, en la oscuridad de la noche, miraba a escondidas a Raúl esparciendo el aserrín sobre un trozo de cartulina sobre el empedrado. Roberto, Robertito, lo observaba, le sonreía, triunfador, vanidoso, enamorado.

La Hora, 25 de marzo de 2010.

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