Señales
Las cabañuelas marcaban marzo en tiempo de ida y el pronóstico atmosférico no daba señas de un verano incandescente. El cielo estaba nublado, gris oscuro tirando a desconsuelo y quizá eso fue lo que sugestionó a Lautaro y lo hizo quedarse en casa, buscar servicios a domicilio que pudieran proveerlo de comida, la necesaria, aunque era más cara. Escribió a la fábrica para que su pensión fuera depositada mes a mes en una cuenta de un banco con opciones en línea.
Amaneció en abril y llovía, esto lo asustó aún más y decidió llamar al número de aquel volante que había aparecido en el parabrisas de su carro para que llegaran a impermeabilizarle el techo, sellarle las ventanas y proteger las paredes contra la humedad. Y es que los primeros 12 días son transcendentales, ahí se definen los 353 días restantes del año, lo había aprendido de niño y luego comprobado a través del tiempo. Algo estaba mal, algo ocurriría, alguna gran catástrofe tal vez, su pierna se lo advertía, ese dolor inmenso que trae consigo la lluvia se había intensificado.
El día nueve estaba convencido, no era posible que el viento soplara con tal intensidad que su ventana tronara. Cuando en enero se proyectó diciembre pensó en confesarse, en llamar a su hermano, en escribir sus memorias, en beberse ese coñac tan añejado.
Los meses venían de vuelta y el clima cambió violentamente, la temperatura subió, y con las ventanas selladas no tuvo más remedio que encender el auto y salir a comprar un ventilador potente, tres días habían pasado y el jardín estaba seco, pensó en construir una cisterna para abastecerse de agua e incluso en aceptar aquella oferta de Valdivia de comprarle su casa, quizá sería mejor mudarse a un apartamento, en un piso intermedio, sin flores que regar, sin el sol directo, su refrigerador era muy chico y volvió de nuevo a la calle a adquirir uno más amplio.
Estaba mal, el mundo claro, esto era un anuncio, el fin estaba por venir. Venían los anuncios sobre la depredación de la selva, el calentamiento global, el descongelamiento de los polos y pensó en Nostradamus, en la Antártida , en la posible desaparición del Istmo. Por la tarde tembló. El volcán que observaba desde su ventana hizo erupción y en Juticalpa un pato y una gata concibieron un gapo, con la pezuña hendida y escamas. Revolvió el botiquín, y abrió ese viejo coñac.
Era el día de Candelaria cuando sus vecinos lo encontraron en su viejo sillón color escarlata con un libro en la mano titulado Edda poética, de Snorri Sturluson. Estaba completamente desquiciado.
La Hora, 7 de enero de 2009.
Amaneció en abril y llovía, esto lo asustó aún más y decidió llamar al número de aquel volante que había aparecido en el parabrisas de su carro para que llegaran a impermeabilizarle el techo, sellarle las ventanas y proteger las paredes contra la humedad. Y es que los primeros 12 días son transcendentales, ahí se definen los 353 días restantes del año, lo había aprendido de niño y luego comprobado a través del tiempo. Algo estaba mal, algo ocurriría, alguna gran catástrofe tal vez, su pierna se lo advertía, ese dolor inmenso que trae consigo la lluvia se había intensificado.
El día nueve estaba convencido, no era posible que el viento soplara con tal intensidad que su ventana tronara. Cuando en enero se proyectó diciembre pensó en confesarse, en llamar a su hermano, en escribir sus memorias, en beberse ese coñac tan añejado.
Los meses venían de vuelta y el clima cambió violentamente, la temperatura subió, y con las ventanas selladas no tuvo más remedio que encender el auto y salir a comprar un ventilador potente, tres días habían pasado y el jardín estaba seco, pensó en construir una cisterna para abastecerse de agua e incluso en aceptar aquella oferta de Valdivia de comprarle su casa, quizá sería mejor mudarse a un apartamento, en un piso intermedio, sin flores que regar, sin el sol directo, su refrigerador era muy chico y volvió de nuevo a la calle a adquirir uno más amplio.
Estaba mal, el mundo claro, esto era un anuncio, el fin estaba por venir. Venían los anuncios sobre la depredación de la selva, el calentamiento global, el descongelamiento de los polos y pensó en Nostradamus, en la Antártida , en la posible desaparición del Istmo. Por la tarde tembló. El volcán que observaba desde su ventana hizo erupción y en Juticalpa un pato y una gata concibieron un gapo, con la pezuña hendida y escamas. Revolvió el botiquín, y abrió ese viejo coñac.
Era el día de Candelaria cuando sus vecinos lo encontraron en su viejo sillón color escarlata con un libro en la mano titulado Edda poética, de Snorri Sturluson. Estaba completamente desquiciado.
La Hora, 7 de enero de 2009.
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