Gracias Manuel
“Todo está verde, a cada paso encuentro muchos más árboles. Gotas de lluvia se cuelan entre el ramaje que me sirve de techo en ese camino ascendente. Pasa una hora y no percibo más que vegetación, Manuel pregunta sonriente ¿cansé? le contesto que un poco y el amablemente toma las cosas que llevo para aliviar ese cansancio.
Continuo cuesta arriba, las gotas de lluvia han hecho resbaloso el suelo, el lodo se pega a mis botas y las piedras y palos que salen a mi encuentro me sirven de apoyo para no caer. Siento que ha pasado mucho tiempo, le pregunto a Manuel ¿cuánto falta?, sonríe nuevamente y me dice que como una hora. Ya no tengo como medir el tiempo, al darle mis cosas a cargar guardé el reloj que siempre me atormenta y me recuerda compromisos tontos.
Bebo un poco de agua, tengo sed. En ese momento no se me ocurrió, pero hoy que estoy escribiendo, pienso ¡que egoísta soy!, no le pregunté si él también tenía sed, no le compartí un poco de ese líquido que alivia tanto en esos momentos. Sin tan sólo le hubiera ofrecido, pero de qué sirve que lo piense ahora, los hubiera no existen.
Continuamos caminando, perdí la noción del tiempo, la naturaleza me atrapó, el color de las plantas, la orquídeas que se encuentran en el camino, entre los árboles, en la tierra, grandes, pequeñas, diminutas, casi microscópicas, el canto de las aves, de las chicharras, los celajes.
Por fin, unas bolutas de humo anunciaron un cambio en el panorama. Una pequeña, realmente pequeña casita de madera apareció ante mis ojos, de ella salieron unos niños morenos y sonrientes, lo hijos de Macario, la persona que amablemente me había invitado a su casa, al verlos saludar con los brazos en alto, sentí el impulso de correr hacia ellos y abrazarlos, pero no lo hice (ahora me lamento, de nuevo, qué sirve pensar que me equivoque, no puedo retroceder el tiempo) me contengo, y espero a que Manuel nos presente. Luego junto con ellos me siento a la orilla del sembradillo de maíz, a esperar a Macario y tomar un poco de café.
Momentos después compartimos la cena, algo realmente especial para ellos, un huevo revuelto, una comida que no todos los días degustan y que ese día comparten conmigo y unos frijoles picantes, sabrosos. Sus sonrisas, las atenciones que manifiestan, y los abrazos repentinos me hacen sentir importante, todos quieren estar conmigo, se sientan y me miran, me dejan tomarles fotos y luego me ayudan a preparar el lugar donde voy a dormir, un espacio que quizá era el lugar donde ellos lo harían, pero me lo dieron.
Ya entrada la noche, el frío que se cuela por las rendijas de las tablas me impide dormir y mientras tanto mis pensamientos giran. Siento tantas cosas. Por un lado agradezco no tener que comer lo mismo siempre, ni padecer de frío todas las noches y me siento afortunada, "bendecida", pero luego pienso, afortunada en qué, ellos tienen todo lo que yo ya no tengo, una sonrisa verdadera, una expresión espontánea, un mirada franca y un corazón puro, carecen de servicios a los que tienen derecho, pero a pesar de eso no se lamentan, no critican, no se resienten, se esfuerzan, mucho, demasiado y sueñan, sueñan tanto.
Al día siguiente me invitan a visitar la escuela, camino más de una hora para llegar allá, al acercarme, escucho música, entro al salón y el grupo de la comunidad toca una pieza en marimba. Mi corazón urbano, se derrumba y permite que la Claudia que late se derrame, no lo puedo evitar las lágrimas nublan mi vista, en ese momento un niño pequeño, Jaime, se acerca a mi y con su pequeña mano limpia las lágrimas de mis mejillas, sus ojos, realmente bellos me consuelan y su sonrisa me contagia.
Cuando me voy y el verde desaparece de mi vista para dar paso a la carretera, algo se queda clavado en un parte de mi que no se cual sea, es Jaime, es Manuel, son esas sonrisas, los dedos de esa señora haciendo un canasto, las baquetas de la marimba sujetadas por esas manos cansadas y quemadas por el sol, el sabor de esos frijoles enchilados, el calor del comal, la mazorca asada, es Chicabnab, y la revolución que atraviesa una persona que encontró otra vez muchas cosas importantes en la vida.
Continuo cuesta arriba, las gotas de lluvia han hecho resbaloso el suelo, el lodo se pega a mis botas y las piedras y palos que salen a mi encuentro me sirven de apoyo para no caer. Siento que ha pasado mucho tiempo, le pregunto a Manuel ¿cuánto falta?, sonríe nuevamente y me dice que como una hora. Ya no tengo como medir el tiempo, al darle mis cosas a cargar guardé el reloj que siempre me atormenta y me recuerda compromisos tontos.
Bebo un poco de agua, tengo sed. En ese momento no se me ocurrió, pero hoy que estoy escribiendo, pienso ¡que egoísta soy!, no le pregunté si él también tenía sed, no le compartí un poco de ese líquido que alivia tanto en esos momentos. Sin tan sólo le hubiera ofrecido, pero de qué sirve que lo piense ahora, los hubiera no existen.
Continuamos caminando, perdí la noción del tiempo, la naturaleza me atrapó, el color de las plantas, la orquídeas que se encuentran en el camino, entre los árboles, en la tierra, grandes, pequeñas, diminutas, casi microscópicas, el canto de las aves, de las chicharras, los celajes.
Por fin, unas bolutas de humo anunciaron un cambio en el panorama. Una pequeña, realmente pequeña casita de madera apareció ante mis ojos, de ella salieron unos niños morenos y sonrientes, lo hijos de Macario, la persona que amablemente me había invitado a su casa, al verlos saludar con los brazos en alto, sentí el impulso de correr hacia ellos y abrazarlos, pero no lo hice (ahora me lamento, de nuevo, qué sirve pensar que me equivoque, no puedo retroceder el tiempo) me contengo, y espero a que Manuel nos presente. Luego junto con ellos me siento a la orilla del sembradillo de maíz, a esperar a Macario y tomar un poco de café.
Momentos después compartimos la cena, algo realmente especial para ellos, un huevo revuelto, una comida que no todos los días degustan y que ese día comparten conmigo y unos frijoles picantes, sabrosos. Sus sonrisas, las atenciones que manifiestan, y los abrazos repentinos me hacen sentir importante, todos quieren estar conmigo, se sientan y me miran, me dejan tomarles fotos y luego me ayudan a preparar el lugar donde voy a dormir, un espacio que quizá era el lugar donde ellos lo harían, pero me lo dieron.
Ya entrada la noche, el frío que se cuela por las rendijas de las tablas me impide dormir y mientras tanto mis pensamientos giran. Siento tantas cosas. Por un lado agradezco no tener que comer lo mismo siempre, ni padecer de frío todas las noches y me siento afortunada, "bendecida", pero luego pienso, afortunada en qué, ellos tienen todo lo que yo ya no tengo, una sonrisa verdadera, una expresión espontánea, un mirada franca y un corazón puro, carecen de servicios a los que tienen derecho, pero a pesar de eso no se lamentan, no critican, no se resienten, se esfuerzan, mucho, demasiado y sueñan, sueñan tanto.
Al día siguiente me invitan a visitar la escuela, camino más de una hora para llegar allá, al acercarme, escucho música, entro al salón y el grupo de la comunidad toca una pieza en marimba. Mi corazón urbano, se derrumba y permite que la Claudia que late se derrame, no lo puedo evitar las lágrimas nublan mi vista, en ese momento un niño pequeño, Jaime, se acerca a mi y con su pequeña mano limpia las lágrimas de mis mejillas, sus ojos, realmente bellos me consuelan y su sonrisa me contagia.
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Comentarios
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