El rumbo de las miradas
Son las 14 horas en un país extraño. Sentada en la esquina de una hilera de asientos acolchonados, trato de extraviar mi mente del olor mezclado de lociones francesas que probé en el Duty Free. Me distraigo mirando los zapatos por docenas, luego cientos, de personas distintas: altos, bajas, gordos, flacas, hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, dominicanos, ingleses, peruanos, franceses, argentinas, beliceños, cubanas, chilenos, brasileñas y chapines.
Zapatos de tacón, sandalias, zapatos deportivos, botas caras. Todos se mueven presurosos, tronadores, unos, otros casi se arrastran. Confluyen en un espacio cerrado, de piso lustrado con aire acondicionado trasladando turistas, ejecutivas, militares, visitadores médicos, ociosos, futbolistas y colegas en la difusión de la palabra.
Son las 15 horas, abordo un avión en clase turista, en donde el limitado espacio, reprime mi visión, y ese fetiche de buscar pies, sin mirar para arriba e imaginar ¿a quién le pertenecen?, ¿cómo será esa persona?, ¿se reíra?, ¿maquillará sus penas?, ¿será un avido lector?, ¿coleccionará estampillas? Es una buena manera de pasar el tiempo cuando las páginas del libro compañero se han agotado.
Ha pasado media hora ya, y anuncian desperfectos mecánicos, nos piden esperar y yo me pierdo en la conversación de los vecinos de viaje, que no conozco, ni notan el interés repentino que les presto. 35 minutos después suplican comprensión, nos trasladan a otra aeronave y en el camino veo hacia arriba y descubro sonrisas, miradas, manos que saludan, se aprietan y bailan. Es bueno a veces cambiar el rumbo de las miradas.
La Hora 20 de noviembre de 2008.
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